13 de febrero del año 2000. El partido había finalizado. El marcador de la final del Marseille Open señalaba 2-6, 6-3 y 7-6(5) a favor de un suizo. ¿Su nombre? Marc Rosset. Del otro lado, había un joven completamente quebrado y con lágrimas en los ojos. Habiendo perdido el “tie-break”, los pensamientos de que nunca más tendría la oportunidad de ganar un título nublaron su cabeza. Sin embargo, el ganador se dirigió a su compatriota y le dijo: “Roger, no te preocupes, ganarás en otro momento”.
2 de marzo de 2019. Final del ATP 500 de Dubái. El campeón sostiene su trofeo y esboza una sonrisa de completa satisfacción. Los fotógrafos se reúnen frente a él para capturar la imagen del histórico momento. En agosto cumpliría 38 años, una edad muy avanzada para los atletas de alto rendimiento, pero no para él. Tras doblegar por 6-4 y 6-4 al griego Stefanos Tsitsipas, Roger Federer conquistaba el título 100 de su carrera.
En las siguientes horas, ninguna crónica deportiva podía explicar a plenitud la gesta que el suizo acaba de lograr. Datos, declaraciones y récords conformaban la mayoría de los párrafos de las notas. Pero ninguna se dio tiempo de contar la verdadera fortaleza de Federer: su propia historia, una de proporciones extraordinarias.
El elegido
“Roger Federer es capaz de llevar el tenis al centro de atención. Él mismo se considera parte de este deporte. Eso significa que él pertenece a la historia y juega tenis desde una perspectiva histórica”. – André Scala, filósofo francés.
Cuando la historia arroja sus dados sobre una mesa de juego, podemos encontrar fenómenos difíciles de explicar. Lo mismo ocurre cuando un país con poca tradición deportiva produce a un formidable campeón.
Ese fue el caso de Bjorn Borg, la primera “superestrella” del tenis. Originario de Suecia, un país difícilmente mencionado en los primeros capítulos de la historia del tenis, el legado de Borg dinamitó la formación de una gran lista de campeones en la región norte de Europa.
Nadie sabe en realidad si Suiza se vio afectada directamente por la tormenta escandinava, pero durante la década de 1990, la Confederación Helvética contaba con dos representantes entre los 10 mejores tenistas del mundo, Rosset y Jakob Hlasek, así como una joven que deslumbraba al mundo por su dominio en el tenis femenino, Martina Hingis.
Sobre esa tierra fértil es donde ocurre el milagro de Roger Federer. Al ser mitad suizo por parte de su padre y mitad sudafricano por su madre, Federer representa también al mundo globalizado y a la mezcla de razas en los continentes.
Cuando se hizo profesional, en julio de 1998, pronto fue señalado como uno de los “futuros grandes tenistas”, aunque en aquel entonces el suizo era un adolescente inmaduro y con un carácter iracundo.
Su nombre saltó a la fama en la cuarta ronda de Wimbledon en 2001, luego de convertirse en el verdugo de su propio ídolo Pete Sampras, en un partido que hoy es recordado como el testimonio del cambio de poder. Lamentablemente, Federer no pudo completar la historia soñada pues fue derrotado en la siguiente instancia por el británico Tim Henman.
No obstante, el ansiado reconocimiento llegó cuando ganó su primer Grand Slam, justamente sobre el césped de Wimbledon. Fue el punto crucial de su carrera. Con 22 años, Federer era más consciente sobre su propia persona: el talento es un don que no se puede desperdiciar, al contrario, requiere responsabilidad, además de cuidado para poder llevarlo al máximo potencial. Para Roger, este salto entre la tierra de mortales y el Olimpo no podía aguardar más. Quería dominar a toda costa el mundo del tenis y ocupar el trono que habían dejado vacante los grandes tenistas de la década anterior.
Los años transcurridos entre 2003 y 2007 fueron los más intensos para establecer a Federer como uno de los más grandes del deporte. Comenzó a ser buscado por patrocinadores y medios que pronto se dieron cuenta de su potencial e imagen. Era el absoluto soberano sobre las canchas de tenis y su aura de imbatibilidad era tan palpable que sus oponentes se sabían derrotados mucho antes de entrar a la cancha y sólo rogaban por no dar una pobre exhibición ante la máquina suiza. Cada victoria se daba por sentada, una mera formalidad que no requería esfuerzo o cualidad particular: su poder, cercano a la tiranía, era más un idilio que una competencia, un Edén mundano sin ninguna serpiente tentadora.
Muchos analistas comenzaron a notar que Federer nunca mostraba sudor o cansancio en sus partidos; otros criticaban su dominio debido a la falta de verdaderos oponentes; sus colegas de profesión, mientras le daban la mano al término de los partidos, lo elogiaban mientras le expresaban admiración y confesaban el “honor de haber jugado (y perdido) ante él”.
En Suiza, su imagen es utilizada para promocionar el turismo en Basilea, la cuna del mito. Federer es aclamado por el público y la prensa, y nadie se atreve a objetar cuando hablan de él como un ser todopoderoso.
Hasta este punto, su carrera es bien conocida. Después de este exitoso periodo, justo como en las historias épicas, habrá caídas y días duros, pero también inesperadas resurrecciones.
Perfección estética
“La elegancia del gesto atlético no es un adorno. Es parte de la técnica de Federer”. – André Scala
“Federer es Mozart y Metallica al mismo tiempo”. – David Foster Wallace, escritor estadounidense
Acudir a un partido de Federer es como entrar a una librería llena de clásicos: puedes sentir el peso de la historia al estar ante la presencia de alguien que trasciende al propio tenis y al deporte. Es recorrer páginas de poesía que hipnotizan al lector por su fluidez. Es atestiguar a uno de los grandes maestros del Renacimiento trazar bocetos de lo que a la postre serán considerados como obras maestras.
Ese el efecto que produce el arte de Roger Federer: un elegante baile que sustituye al brusco esfuerzo físico sobre la cancha; un conjunto de movimientos y expresiones que son admirados y aplaudidos por el público. Lo llamamos tenis porque Federer tiene que apegarse al reglamento y a las limitaciones propias del deporte, pero su estilo de juego es más una expresión estética – y religiosa, de acuerdo a David Foster Wallace –.
El talento de Federer es la conjunción de equilibrio extraordinario, una proporción perfecta de fluidez y esfuerzo, tacto y fuerza, técnica y atletismo, estilo y resultado, indolencia y determinación.
Nada parece forzado en este campeón: un físico delicadamente muscular, una adecuada preparación atlética y sesiones de entrenamiento convenientes. El sentido de mesura dictamina la guía de trabajo.
Incluso su indecisión y emotividad en momentos clave, como se ha visto en partidos que ha perdido de forma inverosímil al tener punto para partido – el más reciente ocurrido en Wimbledon -, lucen como una especie de contrapeso al don que le fue otorgado: con una mente sin emociones y un brazo firme, habría sido invencible, demasiado fuerte y perfecto para este mundo. Por lo tanto, Federer se conserva en equilibrio natural.
El enemigo del héroe
“Es brutal, un monstruo, una fuerza de la naturaleza, el más fuerte y el tenista con mayor agilidad que jamás haya visto”. – Andre Agassi
En la heroica historia de Federer, faltaba un rival. Solamente un demonio podía romper el idilio y revelar la mortalidad del héroe, haciendo más épico el relato.
El némesis se muestra con la apariencia de un toro salvaje y gritos bestiales, un físico con fuerza en exceso, un espíritu competitivo que asusta y esconde las carencias de cualidades técnicas.
Rafael Nadal es combativo y muy fuerte, es un estratega sobre la cancha y un obsesionado con el entrenamiento. Su figura es una digna representación de la disciplina. Contrario al héroe dotado, el talento de este “enemigo” se ha forjado con trabajo duro, de acuerdo a sus necesidades. Es considerado uno de los jugadores más competitivos en la historia del deporte.
Si la Tierra se viera amenazada algún día por una invasión alienígena, la humanidad descartaría a las fuerzas armadas y confiaría el destino del planeta a la fuerza de Rafael Nadal. Su imagen transmite seguridad gracias al coraje y feroz determinación. Es un superhombre con fuerza capaz de convertirse en furia e inteligencia táctica que le permiten siempre tomar la mejor decisión.
Es el mejor adversario que cualquier guionista podría imaginar para contrarrestar al héroe. Completamente diferente en estilo y energía, Nadal es el villano perfecto para Federer y sus seguidores, acostumbrados a ganar sin mucho esfuerzo. Fue el primero que hizo dudar sobre la invencibilidad del suizo, convirtiéndose así en la pesadilla cuando las derrotas de Federer se hicieron mandamiento en vez de excepción. Ante Nadal, Federer no es él mismo. La fuerza de su rival es capaz de abollar la corona y reclamar un espacio en el trono.
La coronación formal del español ocurrió en la memorable final de Wimbledon en 2008. Pero la real ocurrió siete meses después, en Melbourne, con Federer en lágrimas y molesto por darse cuenta que no era más el tenista más poderoso del mundo.
Alejado de su Edén mundano, se ve obligado a enfrentar el dolor: y no sólo él, sino también sus fanáticos, conmocionados y entristecidos por su ídolo, casi pensando que las fáciles victorias de los años anteriores se debieron realmente a la ausencia de rivales, como alguien afirmó.
Tomará un largo tiempo deshacerse de las pesadillas provocadas por Nadal, pero Federer finalmente establecerá una especie de equilibrio con su adversario.
Cuando el bronce brilla como el oro
“El tenis fue dominado por Federer y Nadal por muchos años, no sólo en la cancha. Novak Djokovic es el número uno, después de haberles arrebatado los títulos a los dos. Nadie más lo había hecho”. – Boris Becker
El destino del hombre correcto nacido en tiempos ajenos parecía ya estar marcado. El reinado suizo-español no daba oportunidad a los vasallos de ATP Tour. Pero el nuevo aspirante al trono muestra una fuerte determinación: es serbio y está hambriento de gloria. Le gusta ser gracioso y actuar como payaso para olvidar el sufrimiento durante las guerras de Yugoslavia.
Novak Djokovic trazó como meta personal ser el número uno y volar más alto que los dos sagrados monstruos del tenis. Para hacerlo, es necesario tener talento y actitud ganadora: él posee ambas cualidades, así como un espíritu de sacrificio. Debido a esto, logra por fin establecerse y dominar el circuito por cinco años con un apetito insaciable.
AL principio, su misión luce imposible, pero “Nole” es también capaz de opacar a sus rivales y amenazar sus récords. Por si fuera poco, considerando los obstáculos, sus victorias tienen mayor peso.
Novak hace milagros, pero la supremacía de Roger y Rafa, así como su condición de iconos, no será remplazada. Djokovic permanece como el tercero, como el que llegó tarde, cuando los corazones del público ya habían sido conquistados. A pesar de ser un ganador, se mantiene como un intruso. En esta paradójica situación, el bronce brilla como el oro, pero no tiene el mismo peso.
La época de Roger Federer
Roger Federer pertenece a una categoría de campeones envueltos en una mercadotecnia global, un fenómeno que inició en los noventa con la integración del comercio global y figuras como Michael Jordan, Tiger Woods, Ronaldo Nazario y Michael Schumacher. Como ellos, Federer representa dominio, instinto, récords y profesionalismo, así como la habilidad de ser una exitosa marca individual.
“Roger es un ícono global. Lo que lo hace tan atractivo para todas las grandes empresas es el hecho de que es suizo. Suiza es un país pequeño con una asociación de lealtad, lujo, precisión y perfección. Ahora, ya sea en Francia, Asia, Estados Unidos o en otro lugar, es bienvenido como si estuviera en casa. Es como si la neutralidad de su país lo convirtiera en un ciudadano global». En estas palabras, su gerente, Tony Godsick, expresa el poder único del campeón helvético en los negocios deportivos, una marca cuyos ingresos son extraordinarios.
Es demasiado fácil admirar a Roger Federer, un hombre de muchas virtudes y victorias. Su estilo en la cancha y en la vida es demasiado seductor. Además, es capaz de ocultar los resultados obtenidos detrás de la belleza del gesto atlético. Aquellos que buscan la perfección pueden sentirse mareados cuando la belleza (buen juego) y lo bueno (resultado) se transmiten al mismo tiempo.
Este tipo de admiración despierta recuerdos, el arrepentimiento por una edad de oro cuando cada victoria parecía una especie de impuesto feudal obtenido sin ningún esfuerzo y cualquier derrota era vista como una injusticia, una victoria de la materia sobre el espíritu, de las leyes físicas sobre el toque gentil, de mal gusto sobre el refinamiento.
Pero amar a Roger Federer significa reconocer que el gran campeón no puede no ser siempre el mejor de todos. Significa verlo caer, reconocer el esfuerzo del rival y saber de antemano que el héroe sanará las heridas y trabajará como nadie para regresar fortalecido.
Significa llorar por su victoria sobre Nadal en el Australian Open 2017, su resultado más sensible, épico y, sobre todo, liberador, ya que marcó su renacimiento y revirtió la tendencia negativa. Significa comprender la historia misma cuando conquistó, meses después de Australia, su octava corona en Wimbledon, el torneo que marcó el antes y después en su carrera.
Ahora que los adversarios son más competitivos y su despedida del tenis parece cercana, la distancia entre ser el mejor ganador de todos los tiempos o un perdedor es leve y angustiante, tal como un “match point” que invierte el resultado en el momento menos esperado.
Pero la historia de un campeón que parece eterno debe enseñar una lección muy valiosa y dejar que los fanáticos desarrollen una actitud pacífica. Debatir sobre el mejor de todos los tiempos o enumerar el número de récords es inútil. El más fuerte, cualquiera que sea, debe tomar lo que se merece. Romper marcas no debería ser una obsesión. Para propios y extraños, admirar una vez más al suizo debe ser suficiente, y debemos estar por siempre agradecidos de haber vivido en la era de Roger Federer.