Comencemos, pues, a desandar los pasos de esa historia que comenzó no con estrépito, sino con el solemne murmullo del mar y el sol abrasando las canchas como si quisiera sellar con fuego la inauguración de un rito: el ATP 250 de Los Cabos, nacido en un verano de 2016 que parecía dispuesto a no olvidar jamás su primera tarde. Era el Pacífico mexicano, era julio, y el calor tenía algo de castigo bíblico y de bendición divina; y sobre esa llanura de cemento brillante, apareció, como un guerrero salido de un sueño balcánico, Ivo Karlović, el gigante de Zagreb, que blandía la raqueta como un arma de asedio y lanzaba saques que más que golpes eran estampidos.

Lo enfrentaba Feliciano López, el español de andar grácil, de gesto hidalgo, cuyo revés era una caricia y una daga, y entre ambos tejieron un duelo que no fue solo final, sino también génesis. Aquel partido, que terminó con el croata alzando el trofeo inaugural, no fue únicamente una victoria: fue el inicio de una ceremonia perpetua, de una devoción que año tras año invoca al tenis como si se tratara de un dios antiguo que sólo se manifiesta cuando la pelota rebota bajo el cielo salado de Baja California.

A veces, al atardecer, cuando el viento sopla con esa insistencia de los lugares donde el tiempo no transcurre, sino que se acumula, los que estuvieron allí dicen que pueden escuchar aún el zumbido de aquel servicio implacable, el aplauso contenido, el rumor de una grada que descubría, sin saberlo, que asistía al nacimiento de una tradición. Porque el tenis, en Los Cabos, no se juega: se consagra. Y cada julio, como un rezo que se repite sin fatiga, las figuras del circuito descienden hasta esta orilla, convocadas por un torneo que José Antonio Fernández —apacible, tenaz, con la visión del que entiende que los grandes sueños no se negocian, se construyen— ha sabido llevar del deseo al respeto, del respeto a la admiración mundial, con el respaldo incondicional de Mextenis.

Karlović, nacido un 28 de febrero de 1979 en la noble Zagreb, fue desde temprano un hombre señalado por la altura: dos metros y once centímetros de una humanidad que parecía no caber en el mundo, pero que encontró su lugar sobre una cancha de tenis. Que haya sido él quien inaugurara la lista de campeones, no es un detalle menor: es un símbolo. Porque todo torneo necesita su mito fundador, y Los Cabos lo encontró en ese coloso que disparaba rayos con el brazo y caminaba con la parsimonia de los que saben que la eternidad se construye golpe a golpe.

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